Incógnita tierra (De Sebald)

Un accidente en el baño. La huella ensangrentada de una mejilla sobre las baldosas blancas. La dulce experiencia de un vivir sin conciencia. Una pregunta de enfermera, y el retorno de la muerte de W. G. Sebald en un accidente de coche en Norfolk. Recorrer en el ordenador, vía Google-Earth, la A-146 para dar con la balizada donde su coche se estrelló. Pasearse virtualmente por los mapas que Sebald trazó en Los anillos de Saturno. La descomposición del paseo literario en la disponibilidad de todos los caminos del mundo. Quedarse solo con la suspensión de su mirada, ante una liebre que salta espantada a sus pasos, o el cuerpo mórbido del bandido que pintó Rembrandt, y que nadie quiso ver. Volver a esa grieta que se abrió en su vida, poniéndole en camino. Anestesiado, después de una operación quirúrgica. Y a Deleuze, el filósofo: “la mirada de un recién operado es extraordinaria”. Como si hubieran visto la muerte. Y, además, la muerte del padre, otra vez, indisponible al duelo, hasta que se desencadenan sus lágrimas junto a la muerte del animal. Al cabo, un Dossier que se hace pedazos cuando se trata de aprender a morir, al no poder dejar caer la sábana sobre el cadáver de Sócrates, y una prosa liberada hacia una poética mutante de la discontinuidad, que horada las páginas como muros. Un último paseo hasta la tumba de Sebald, la tumba del padre, y una vitalidad desesperada: nada más vivo que descender hacia los últimos grados de existencia donde la muerte confina.